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Amar la Tierra

  • Foto del escritor: Déjame Acompañarte
    Déjame Acompañarte
  • 3 mar 2019
  • 4 Min. de lectura

Quiero iniciar el Mes de la Mujer con las voces de ustedes, las vivencias que las hacen únicas y celebrar juntas, no el género, sino lo que aportamos para transformar la comunidad y el mundo en que vivimos. Quiero también poner de manifiesto la visión y las luchas nuestras de cada día, porque para la gran mayoría de nosotras, ser mujer en el 2019 no es ser una Kardashian. Y es mi deseo honrar con sus historias el propósito de este Blog: acompañarlas a todas en lo que somos y en lo que aspiramos a ser.


Comienzo con la fecunda pluma de una mujer a quien admiro. Es agrónoma, pero más que nada una mujer sencilla que no ha tenido reparos en seguir el camino de su corazón para crear, criar y colaborar... sin tapujos, sin verguenza de hacerlo de forma muy suya y diferente, celebrando lo autóctono, lo auténtico, lo sano.

Esa forma de ser es reflejo de su claro y particular entendimiento de Dios y de la Patria, y como me gustaría que nos contagiáramos de ese espíritu, aquí les comparto la reflexión de Kelmadis Pérez Rivera. Me resulta el reclamo de una Pachamama boricua, de un ojo de agua tenaz, de raíces milenarias esparcidas, de la identidad de las que nos hemos olvidado a causa de la comodidad que nos ciega. Despertemos el amor a la tierra, que tanta falta nos hace porque sino, se nos va la vida. ¡Que disfruten!



Por: Kelmadis Pérez-Rivera


De pequeña, me crié en varios pueblos del centro de Puerto Rico, en su hermosa zona montañosa: la Cordillera Central. Allí aprendí a escuchar el canto de las aves y comenzar a identificarlas por sus canciones. También disfrutaba de mirar el cielo, nocturno o diurno, e ir notando los cambios que se van dando en las diferentes épocas del año.


Con mi abuela materna aprendí a mirar la Luna y disfrutar de los eclipses lunares, cometas, lluvias de estrellas y otros eventos estelares nocturnos. Me encantaba tomar las habichuelas que mi mamá compraba para ella cocinar y sembrarlas. Pero, de las muchas canciones con las que crecí, recuerdo particularmente “Madre Tierra” de Tony Croatto. Parte de ella dice así:


“Madre Tierra, cuna mía, tan humilde, que no engaña. De tu entraña vine un día, y a tu seno volveré. … Alcanzándote, me alcanza la gracia de ser tu amigo. Para gritar lo que digo, que no tiene razón y pierde la salvación quien se porta mal contigo.”




Estas experiencias de mi niñez, el ejemplo de vida que ví de mis abuelas, de mis abuelos, me enseñaron a amar la Tierra. Se me hace difícil entender el deseo de querer dominarla, de querer someterla a nuestros caprichos, de querer explotar sus maravillosos recursos para, como decía Gandhi, la ganancia o el enriquecimiento de unos pocos.


No acabamos de entender que, en realidad, por más dinero que tengamos, somos dueñas de nada. Destruimos lo que desconocemos y lo que no se ama. Son muchas las cosas que nos han llevado a desligarnos de la Tierra, a verla como algo extraño, lejano, que podemos manipular a nuestro antojo. Entre ellas, el engaño de la vida desechable. La vida desechable es muy fácil y cómoda. No tengo que pensar en guardar, lavar, mucho menos en reparar. Simple y sencillamente lo uso, por ejemplo, un vaso plástico, lo boto y ya. Salí de eso. Pero, ¿acaso este estilo de vida desechable es uno responsable con Dios, conmigo misma, con mi prójima y la creación? ¿Es un estilo de vida costo-efectivo?

Por amor a la Tierra, a mi prole, a mi país y a Dios, he ido haciendo cambios en mi forma de vivir poco a poco. ¿Por qué dejar tirada basura en la playa? ¿Por qué debo conformarme con cosas que sólo se usan una vez y ya? ¿Por qué me hago partícipe de la peligrosa práctica de la obsolencia programada de muchos equipos tecnológicos que usamos hoy en día? ¿De verdad necesito comprar equipos nuevos cada 3 años? ¿A quién le conviene esta práctica? ¿Por qué venden frutas y vegetales sin su cáscara y con tanta envoltura plástica?


La vida desechable nos daña esa visita al bosque o a la playa que tanto disfrutamos. Hace ruido indeseable donde antes disfrutábamos del sonido apacible de la cascada del río o de las olas rompiendo en la orilla del mar. Nos contamina la vista de los hermosos atardeceres. Nos calienta los paseos vespertinos en el parque rodeado de cemento en vez de hermosos árboles.


El estilo de vida de tanta prisa y estrés que mucha gente lleva, tampoco ayuda a que nos volvamos a conectar con la Tierra. Hemos dejado de mirar los pequeños milagros de vida que ocurren a diario. ¿Cuándo fue la última vez que viste una mariposa tomar néctar de una flor? ¿Hace cuánto tiempo no disfrutas de la brisa del viento por todo tu cuerpo? ¿Recuerdas la última vez que el olor de la lluvia se mezcló con el de la tierra?


Amar la Tierra va más allá de reciclar, reutilizar o reducir nuestros desperdicios, especialmente los plásticos. Amar la Tierra es conocerla. Es cuidarla y nutrirla como lo haríamos con una criatura recién nacida. Es respetar su sabiduría, como respetamos la de nuestras personas mayores. Es conocer y respetar sus ciclos, al igual que deberíamos conocer y respetar nuestros ciclos de vida.


Para mí, amar la Tierra es querer ser como un árbol de ceiba. Longeva y fuerte como una ceiba: así quisiera ser. Así también fue mi bisabuela Josefa. Echar raíces, que nadie me mueva de mi terruño. Ver pasar los años, crecer, crecer, crecer… Florecer y esparcir las pelusas semillas por doquier.

Que llegue a todos lados la semilla del amor a mi tierra, a la Tierra, de la profundidad de mis raíces, de la fuerza de mis troncos, ramas y demás conexiones. Que podamos reconectar con esta Tierra que nos alimenta, que nos protege de los rayos dañinos del Sol, que nos purifica el aire y el agua que tanto insistimos en contaminar. Que podamos entender, decir y vivir como nos dice el Jefe Arvol de las tribus Sioux:

“La Madre Tierra es una fuente de Vida, no un recurso.”


¡Amemos la Tierra!



 
 
 

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