top of page
  • Foto del escritorDéjame Acompañarte

Soy la #25

Actualizado: 9 feb 2019

Hoy todo me ha salido mal. Desde la madrugada con el insomnio que me visita de cuando en cuando (motivado quizás por el estrés), hasta hace unos instantes que todo era gritería y miedo.


Recuerdo el momento exacto en que sonó el despertador. Las 5 y 30 de la mañana. Tempranito para que me diera tiempo preparar a los nenes, dejar el apartamento un poco ordenado y salir a enfrentarme al tapón descomunal nuestro de cada día. Pero hoy le tomé la delantera. Ya había preparado café y me había duchado cuando el despertador hizo su trabajo.


Con dos besos levanté al nene, a quien le cuesta más sacudirse el sueño. La nena, adolescente al fin, pelea un poco, pero se adueña del baño por 15 minutos y eso la saca del marasmo mañanero.


Ese día, hubiera pensado yo, era como otro cualquiera. Me vestí con un pantalón blanco y una blusa azul claro. El nene, cuando me vio, reaccionó furioso. Me increpó por qué llevaba puesto un pantalón blanco, que eso eran cosas "de mujeres de la mala vida". Pasmada, le pregunté que de dónde se sacaba eso, e ignorando mi pregunta, me ordenó ponerme "ropa decente". Me miré al espejo, y no vi nada de indecente: ni en el pantalón, ni en el color. Me quedaba un poco suelto, eso sí, porque he rebajado de tanto llorar y preocuparme.


El nene siguió fastidiando desde el pasillo, y por un instante dudé si quien importunaba era mi hijo de 10 años o su padre de 35. Nunca lo había escuchado proferir aquellas acusaciones fantasiosas, pero no lo culpé, porque es lo que ha escuchado mil veces en labios de su celoso progenitor. Me reí un poco, lo admito, pero me cambié el pantalón para complacerlo y llevar la fiesta en paz.


Salí de casa aún con el pelo húmedo, sin maquillaje y con prisa. Los nenes entretenidos con sus audífonos y su música, comiendo donas. Sintonicé las noticias, curiosa ante la congestión vehicular que hoy parecía peor que nunca. Ahí me enteré que la mataron: otra mujer víctima de la violencia de género en lo que va del año en Puerto Rico. Dos docenas de mujeres. ¡Increíble! Me persigné y recé brevemente por ella.


Poco avanzaba en el tapón, y hubo que hacer malabares para que pasaran dos ambulancias. Traté de esquivar el carro del lado, pero igual, en medio de la confusión, se llevó enredado el espejo de la puerta del pasajero. Comenzó a subirme el mal genio, detuve el carro y me bajé a chequear los daños. Resulta que lo provocó un muchachito, a duras penas tendría 17 años; otros tres de su edad iban con él en el auto, que a todas luces no era de él.


Me acerqué a reclamarle y lo que hizo fue burlarse de mí. Los otros en su carro se reían también y, mientras yo exigía respeto, me gritaban insultos de índole sexual al son de la música estridente que llevaban en su radio. Y así, en medio del tapón, me tuve que tragar el coraje, dar media vuelta (no sin antes tomarle una foto al número de la tablilla y al muchachito mal educado) y volver a mi auto, a seguir como si nada mi día.


No recuerdo exactamente cómo pude llegar más o menos a tiempo a dejar a los nenes en la escuela y luego seguir para la oficina. En mi cabeza daban vueltas los insultos que anticipaba me diría el padre de mis hijos cuando viera el espejo roto del carro. Pensé en parar a hacer una querella, pero iba tarde para mi trabajo.


Decidí ir al mediodía a un taller cerca de la oficina, a ver si podían arreglarlo. Pero no se pudo. Ese día todo conspiró para complicarse en el trabajo, incluyendo que faltaron empleados y se sumaban a mis tareas las de otros dos.


Cada vez que me acordaba del espejo roto del carro, temblaba. Por menos que eso, el padre de mis hijos me ha amenazado y empujado. "¿Qué hago?", pensaba yo. Sabía que el seguro me pediría el número de querella para procesarlo como accidente. No tengo tiempo... a menos que salga temprano del trabajo. Sentí un nudo en el estómago y me salté el almuerzo para seguir laborando, con la esperanza de que me dejaran salir antes de mi hora y poder resolver el asunto.


El tiempo pasaba a son de tortuga. El reloj de la pared parecía detenido. Entre el teléfono, las fotocopias, los documentos, resolver asuntos en la oficina y el miedo a lo que pasaría cuando mi pareja se enterara, me tenían al borde de un ataque de nervios. Al fin, faltaba media hora para que concluyera mi jornada, y logré convencer al jefe que me concediera esa salida temprana.


Las próximas horas se me fueron en recoger a los nenes, ir al cuartel, enfrentar otro tapón monumental, parar en el supermercado y la farmacia, y llegar a casa. Luego hacer comida, recoger, ayudar con tareas escolares, preparar la ropa para el otro día. Mientras, seguía temiendo qué pasaría cuando él se enterara de lo que le ocurrió al carro.


Pasaron las horas, y una vez más, nos fuimos a dormir sin que él hubiera llegado a la casa. Llevaba así varios días. Decía que había ido a dormir a casa de su mamá. No sabía de él, pero anticipaba que cuando por fin apareciera, no iba a ser un inofensivo corderito. Estaba bebiendo sin fin, y había descuidado su apariencia. Los nenes ni siquiera preguntaban por él, quizás aliviados porque al menos había un poco de tranquilidad en casa.


Todo era oscuridad, excepto por el reloj despertador que marcaba las 11:40 de la noche. Una vez más, se me escapaba el sueño. Los nenes hacía mucho que ya descansaban, pero yo no. Mi mente estaba en alerta. Fue cuando escuché la puerta de entrada abrirse y pasos en la sala.


La piel se me erizó. El corazón se me salía del pecho. El terror me corría por las venas. Era él y en el día que menos tenía que regresar a la casa.


De un manotazo encendió la luz de la habitación y me señaló profiriendo las más sucias palabras. Me trató de mujerzuela, de querer llamar la atención de los hombres por considerar usar un pantalón blanco. Me acusó de coquetearle a un menor de edad y a los guardias del cuartel. Ahí me di cuenta que, sin yo saberlo, usaba a mis hijos para alimentar sus celos. Encima de todo, me dijo que por bruta me habían dañado el auto. Exigió las llaves, que me jodiera sin carro, que en esa casa mandaba él. Yo estaba muda, temblando como una hoja.


Se dió media vuelta, y comenzó a golpear la puerta de la habitación del nene. Di un salto y corrí a proteger a mi hijo. Me recibió con un puño en la barbilla. Caí al suelo aturdida y seguramente con la quijada fuera de sitio. Aún así, no sé cómo, encontré la fuerza para colocarme entre él y la puerta de la habitación de mi hijo. Me agarró por el pelo. Me arrastró hasta la sala. Me tiró contra el mueble. Levantó su pierna y pateó mi barriga.


Yo le gritaba a los nenes y les decía que no salieran de sus habitaciones, que usaran sus celulares y llamaran a la policía. Eso lo volvió más furioso. Me agarró otra vez por el pelo, me tiró contra la pared. Puso su mano en mi cabeza y presionó con fuerza, con todo el peso de su cuerpo, como para hacer añicos mi cráneo.


Mis pensamientos eran confusos. No podía respirar. Lo único que quería era proteger a mis hijos y que aquella pesadilla terminara. Entonces... escuché un clic. Seguido por un disparo ensordecedor.


El piso se hizo agua y yo me hundía en él. Las piernas, no las sentía... ni los brazos. Pero sí un dolor inmenso en la espalda. Y de repente, otros dos disparos.


Cuando finalmente abrí mis ojos, flotaba en el aire. Inexplicablemente, llevaba puesto mi pantalón blanco y una blusa blanca. Miraba desde el techo una escena que parecía sacada de una película de terror. Allí, en un enorme charco de sangre en medio de la sala de mi casa, yacía mi cuerpo con dos balazos en la espalda. Y a mi lado, él.. inerte también, con uno en la cabeza.


Nada me había salido bien en este día, el día en que me mató su rabia. El día en que me moría de miedo. El día en que por primera vez reconocí en mi hijo la misma conducta controladora de su padre. El día en que los celos de mi pareja me arrancaron la vida de dos plomazos. El día que ninguna mujer quiere que le llegue. El día en que me convertí en la número 25 entre las mujeres muertas por violencia de género en Puerto Rico.


 

Desde luego, este es un cuento ficticio. Escribirlo e imaginar el miedo de su víctima, me estremeció. Ponerme en su lugar, saber que todo pasó muy rápido y sin mediar palabra, me llena de tristeza. Pensar que la conducta del padre la repite el hijo, que manipula a sus hijos y las situaciones que usó para infundir miedo, me enferman.


He escrito este breve cuento para que cobremos conciencia de que no podemos quedarnos callados ante la violencia rampante que sigue cobrando víctimas: de género, de gente inocente, rompiendo familias. Deja demasiadas cicatrices imborrables, y voltearle la cara a esta realidad nos hace cómplices. ¡Basta ya!


¿Qué van a hacer las iglesias? ¿Qué van a hacer los gobiernos? ¿Quién le pone el cascabel al gato en las propias agencias de orden público? ¿Y quién de nosotras hará lo propio para denunciar al agresor, para dejar de justificar su violencia verbal antes de que se desate la física? ¿Qué hombre estará dispuesto a ponerle un alto al discurso machista, a los chistes cargados de doble sentido y mirar a los demás (no sólo a las mujeres) con justicia y equidad?


Tenemos una ardua tarea frente a nosotros. No es sólo cambiarle la letra a cierta música, o que haya equidad en los salarios. No es sólo cambiar los estilos de crianza. Es trabajar juntos por alcanzar vivir en un país de paz.




97 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
Blog: Blog2
bottom of page