top of page
  • Foto del escritorDéjame Acompañarte

Pimientos Verdes

Actualizado: 6 dic 2018

Soy boricua y vivo al sur de Pensilvania.  Residir en este estado nunca estuvo en mi agenda, pero aquí estoy.  Un lugar muy lindo, que me ha recibido como a una de las suyas.


El reto que tiene vivir por estos lares es que poca probabilidad hay de encontrar un restaurante puertorriqueño.  Si no lo hago yo misma, me quedo con las ganas de comer algún manjar de mi tierra.  Pero mi reflexión de hoy no esta motivada por la tripa, sino por la compasión.


Verás, yo soy nacida y criada en el campo de Puerto Rico. Crecí entre los olores del agro, el canto del coquí y la humedad de la tierra fecunda.


Durante mi niñez, era totalmente normal ser parte de la "pre-producción" de pasteles (una versión libre y muy puertorriqueña de los tamales), ya fuera cortando cabulla (cordón) o limpiando las hojas de plátano.  Eran tareas importantes, pues cada una de esas partes aseguraba que el sabroso contenido se mantuviera intacto mientras se cocinaba.


Las mujeres se apoderaban de la cocina, ocupadas con hervir y exprimir el achiote, cocinar la carne, sazonar la masa de pasteles.  Aquellos aromas, producto de las manos expertas y nunca quietas de mi abuela, atraían a familiares y vecinos por igual.  Cuando llegaban y se daban la vuelta por la cocina, echando un ojo a la estufa, salían de allí con alguna tarea asignada, que no costaba más remedio que realizar si es que querían probar lo que se cocía en la olla.

Los hombres, por su parte, trabajaban afanosamente y casi sin pestañear, pelando las viandas.  Otros pasaban las horas rallando plátanos, yautías y guineos con guallos hechos de tapas de latas de galletas marca Sultana o Rovira, a las que se les habían hecho huequitos con un cuchillo.  Mi abuelo y mi tío eran expertos en ese arte rústico.  Otros hombres se enfocaban en el procesador "hecho en casa", que si la memoria no me falla, consistía en el motor de una licuadora ensartado debajo de una cacerola vieja, para ir afinando las viandas ralladas y convirtiéndolas en aquella masa tosca, olorosa y que prometía darle forma a los pasteles y también a las alcapurrias.


Reunirse en el patio de casa de mis abuelos cuando iban a matar un cerdo también era de lo más normal.  De la misma manera, todos teníamos algo que hacer en el evento, incluso los niños... nuestra tarea era "salirnos del medio", según mi abuelo.  Al final, ayúdabamos trayendo la leña ya cortada o sirviendo de meseros, buscando vasos con agua fría para los que ahora freían la carne en el fogón o la fileteaban para darle buen uso.

Le contaba eso a mi compañero de vida y me miraba horrorizado (la verdad, ¡casi fascinado de que no hubiera necesitado terapia sicológica después de esas vivencias!), porque su niñez en los suburbios de Pensilvania fue muy diferente.  Lo que no podía creer era que yo, siendo del campo, nunca hubiese sembrado y cosechado pimientos.


Es decir, crecí con todos los frutos de la tierra... ¿Pero yo? ¿Sembrarlos? ¿Cosecharlos?  No había sido mi tarea en la finca, concretamente.  Así que cuando me trajo varias plantitas de pimientos para que se convirtieran en mi "pasatiempo", su gesto me sorprendió agradablemente.  Fue un volver "en miniatura" a mis días de infancia.


La experiencia, confieso, ha sido de mucha satisfacción.  Nada complicada y me pregunto por qué no lo hice antes.  Cuando una de las plantitas dio su primera cosecha, la celebramos como si nos hubierámos ganado el primer premio de la Loto.  Las demás matitas le siguieron los pasos de buena gana, dando sus frutos.  Menos una.  Era la de pimientos verdes... de esos rechonchos, que sirven para rellenarse y comerse relamiéndose.

Pasaron las semanas, y las plantas continuaban fértiles.  Pero aquella otra seguía rezagada.  Un día, mientras las mimaba con agua, tuve una conversación con la planta que aún no paría.

La miré con compasión y le dije: "Te pareces a mí.  Alrededor, todas las demás han tenido crías, pero al parecer, esto de ser mamá no es para ti ni para mí.  Sé que tu quieres, tanto como yo... pero hay veces que no está en nuestras manos.  No te acongojes, la vida sigue.  No te amargues, no por eso dejas de tener posibilidades.  Recibe el agua con que te riego, no para presionarte a que paras, sino para que llenes tus raíces.  Lo importante es que nunca dejes de ser tú."  Bien poética que estaba yo.  Tanto, que lloré mientras le decía esas palabras.


Nunca dejé de regarla.  Nunca dejé de atenderla.  No me di por vencida.  ¡Al contrario!  Se convirtió en mi consentida.   Y la tierra no fue indiferente al afecto.

A las pocas semanas, aquella que parecía estéril, comenzó a exhibir pequeños retoños.  ¡Mi alegría fue grande!  Verlos crecer dibujó una gran sonrisa en mi alma.  Mi felicidad se completó el día que parió su primer pimiento verde.


No conozco "demasiadas" mujeres para quienes la maternidad no se materializó.  Las que conozco, las he tenido muy presentes al escribir estas líneas.  Cada cual tiene sus razones y realidades sobre el tema, por lo que las respeto y admiro.  Hoy no es día de compartir por qué tampoco yo he podido ser mamá, aunque es un gran y valiente paso admitir públicamente que no lo soy y tal vez nunca lo seré.  Esa es la dura verdad.  Y me duele, porque lo deseaba.  Sin embargo, Dios no se hizo de la vista larga a lo que estaba en mi corazón.


Sí... ya sé que no se acaba el mundo y que está ese conocido proverbio que reza: "a quien Dios no le da hijos, le da sobrinos".  ¡Gloria a Dios por los sobrinos!  El mío ha sido bálsamo y una de las bendiciones más hermosas que el Señor me ha dado.  Pero la bondad de Dios hacia mí no terminó sólo con mi sobrino.  Mi afecto ha sido repartido entre los hijos de mis amistades, de compañeros de trabajo, de vecinos, los niños de la iglesia a la que por tantos años asistí (muchos de ellos hoy son adultos), y más recientemente... me inicié en las lides de ser casi casi abuela.


Alguna vez fui como aquella planta de pimientos verdes.  Por mis propias posibilidades, ser madre parecía no ser para mí.  Pero la compasión y el amor de Dios hallaron una manera creativa para canalizar mi rudimentario instinto maternal.


Ciertamente no pasé por el embarazo o el alumbramiento en cuerpo y alma, pero descubrí que amar infinita  e incondicionalmente, lo que a mi parecer es lo más cercano a cómo ama una madre, no requiere necesariamente de 9 meses de gestación.  Se trata de un afecto sin reparos; de ver posibilidades; de entregarse con convicción para transformar la vida de otros.


No soy mamá, no.  Tampoco hago estas confesiones para recibir de quienes me leen una palmadita empática en el hombro.  Más bien abro mi corazón para acompañarte a ti, que quizás has sentido el vientre vacío, como yo.  Mucho menos busco orientación sobre opciones para alcanzar la maternidad.  Simplemente quiero que sepas que no estás sola, y que aún sin hijos propios, el amor que hay en ti puede transformar vidas, si tú así lo permites.


Si riegas tu plantita "de pimientos verdes", verás resultados.  La clave está en ser compasivos, (¡incluso contigo misma!), en reconocer que siempre hay oportunidades abiertas esperando por ti, y que amar es el mejor legado que puedas dejar en este mundo terrenal.


A las que han tenido el privilegio de sostener un pedacito de su propia vida en sus brazos, gracias por dejarme amarlos también y como mejor he podido.  Y si andas un poco estresada porque ser mamá es complicado... ¡tranquila!  La plantita que bien se riega y se cuida, siempre da cosecha.  ♥


5 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
Blog: Blog2
bottom of page